El verdadero regalar tenía su nota feliz en la imaginación de la felicidad del obsequiado. Significaba elegir, emplear tiempo, salirse de las propias preferencias, pensar en el otro sujeto: todo lo contrario del olvido. Apenas ya es alguien capaz de eso. En el caso más favorable se regalan lo que desearían para sí mismos, aunque con algunos detalles de menor calidad. La decadencia del regalar se refleja en el triste invento de los artículos de regalo, ya creado contando con que no se sabe qué regalar, porque en el fondo no se quiere.
Tales mercancías son carentes de relación, como sus compradores. Eran género muerto ya desde el primer día.
Lo mismo sucede con la cláusula del cambio, que para el obsequiado significa: "Aquí tienes tu baratija, haz con ella lo que quieras, si no te gusta, a mí me da lo mismo, cámbiala por otra cosa". En estos casos, frente al compromiso propio de los regalos habituales, la pura fungibilidad de los mismos aún representa la nota más humana, por cuanto permite que al obsequiado regalarse algo a sí mismo, hecho que, desde luego, lleva a la vez en sí la absoluta contradicción del regalar mismo.
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